Es una enfermedad de difícil diagnóstico y con cierta tendencia a la cronicidad. Ándate con ojo. Mi gran amigo Nicanor la tiene y no lo sabe.
Él siempre fue amigo de estar con gente, y gustaba de ser anfitrión en cualquier ocasión. Organizaba periódicamente fiestas en su casa y solía cocinar buenos platos para todos los presentes, incluida yo, aceptando de buena gana mi decisión tomada de no comer carne.
Se encargaba de recrear un marco ideal de buen rollo donde todos nos reuníamos para tomar algo juntos y bailar. Además, siempre en su afán por conocer gente nueva, invitaba a nuevos compañeros, o amigos de amigos. Así, más o menos, aparecí yo, un poco porque sí, y desde entonces, ya llevamos más de diez años de bonita amistad.
Bien, habiéndolo contextualizado un poco, hacía ya bastante tiempo de la última, y yo, en mi autoexilio, vivía ajena al mal que le aquejaba. Si hubiese estado más atenta, al menos lo habría visto venir. Aunque, a decir verdad, algún síntoma leve había notado en anteriores ocasiones, pero no quise darle mayor importancia y ahora pasa lo que pasa, cargamos con peores consecuencias.
A ver, me explico. Últimamente tenía Nicanor los ojos rojos, puede que por cierto cansancio acumulado. Y bajo una fina capa de enorme entusiasmo o hiperactividad, se hallaba una irritabilidad latente, pero bastante constante, que le hervía la sangre sin motivo alguno, o eso nos parecía a los demás.
Y eso se manifestó claramente la última vez que lo vi. Por querer plasmar el momento, sacaba vídeos y fotos todo el tiempo. Y todo era muy agradable hasta que comprobaba en su galería que la foto no era como deseaba.
Ahí se hizo evidente. El pequeño grupo de amigos vimos cómo se acercaba a un estado medio catatónico. Apenas escuchaba ahora te miraba con la mirada perdida, ahora volvía a la pantalla de su móvil.
Entonces presencié la conversión. Nicanor se transformó en Nicaso (o Niputo, lo que mejor te suene). Porque ni-caso que nos hizo. Se enfrascó de más en lo que quiera que tenía entre manos con el mundo que se le abría tras la pantalla del móvil.
Y así pasó la noche entera. Por cada 10 minutos que se mantenía siendo él mismo, el Nicanor dicharachero, venían otros tantos en los que le perdíamos. Porque se alejaba para sacar fotos de su alrededor, alguna autofoto (selfie), con alguna excepción en la que nos decía: «Sácame una foto con esto». Y súmale otro cuarto de hora más de editar y subir esas fotos a las redes y quedarse por allá un rato.
Quizás esté exagerando, pero encuentro excesivo subir 20 fotos en unas horas a tu mundo virtual cuando en la vida real todo se reducía a propiciar un momento profoto para proclamar a los cuatro vientos lo de putísima madre que se lo estaba pasando.
Really?
Y entonces me vi fuera. Muy fuera. En el extrarradio, más o menos.
Y por dos cosas.
Lo primero es que no entendía nada. Había ido por insistencia de todos ellos, porque ni cuerpo tenía para estar de parranda. Pero fui. Y me sentí a años luz de toda aquella onda ridícula y sin sentido.
Y lo segundo. Yo, que llevo casi 3 años viviendo en el extranjero, extrapolo experiencias y me doy cuenta de que apenas tengo fotos o vídeos de todo lo vivido en Reino Unido. Pobre de mí.
¿Significa eso que no VIVÍ a tope, que no lo saboreé? ¿Solo porque nadie sabe todos los lugares que vi o los que pisé? Repito: ¿¿En serio?? Parece que si no lo publicas en forma de foto o vídeo poco más o menos se puede decir que nunca sucedió.
Y se me vino el mundo encima. Echaba de menos al Nicanor de siempre. Ahora mutado en un ente irritable perdido en algún sitio al que no llego, donde quizás trate de escapar de una realidad que le resulta insuficiente.
Y me dio una profunda pena, porque creo que, aunque pueda parecer que así él lo pasa bien (lo cual realmente dudo, si su fin último es conseguir una experiencia más, traducible en fotos para su escaparate particular), lo cierto es que se pierde parte de lo real, el disfrute de las personas y del momento sin más. El gusto de escuchar a tus amigos y de verles el careto en 3D.
Y no estoy haciendo crítica de esa foto pose ocasional (ese postureo nivel 1 lo hemos pasado todos). No está mal tener alguna fotillo modélica, claro que no. Pero si cada actividad que haces se ha de traducir en un formato publicado para que el resto del mundo vea lo súper chachi que es tu vida… ¡Ay, no! Párate, mundo, que yo me bajo aquí.
Y reconozco que tiene su parte adorable querer compartir cachitos de tu vida con aquellos que están lejos, pero hay triquiñuelas que se esconden en esa fachada que decoramos. (¿Viste? Me meto en el saco). Un compartir según qué cosas para demostrar algo a no sé ni quién.
Querer aparentar, un sentimiento que está vacío, porque no hay realidad detrás de eso. Ya puestos a compartir, mostremos también algo natural. Y no esa parafernalia idónea de píxeles que carece de magia real, de esa cosa curiosa que tienen las fotos improvisadas o robadas en un instante determinado.
Ejemplo de fotucha robada. Yo, en mi último cumple, hablando de cosas irrelevantes probablemente.
Y aquí la GRAN DUDA:
¿Cómo saber si el postureo me invade?
No lo tengo claro.
De momento, de esta última reunión con mis amigos, no tengo ni una foto o vídeo con mi móvil. Podría haber sacado, es verdad, pero estaba conversando, escuchando lo que me contaban, y actualizándonos con las novedades. Que pa’ eso salí yo, vamos.
_Llaysha_